08 abr 2021

Dinamarca, décadas apostando por la economía verde

Las políticas de sostenibilidad de Copenhague hunden sus raíces en los años setenta y han convertido este paradigma en un dogma de fe en su sociedad civil.

Las clasificaciones y los análisis internacionales coinciden casi de manera unánime en conceder el liderazgo global contra el cambio climático a Dinamarca. Y no sólo por ostentar la hoja de ruta más ambiciosa y rápida para reducir sus emisiones de CO2 a la atmósfera: un 70% en 2030 con respecto a los niveles de polución de 1990, tal y como determinan los Acuerdos de París de 2015. Quince puntos menos que la primera meta volante establecida por la UE para finales de la actual década, dentro de su itinerario hacia la sostenibilidad con el que los jerarcas del club comunitario pretenden convertir a Europa, en el ecuador del siglo, en el primer continente libre de gases de efecto invernadero. Sino también por el calado de su agenda reformista, el amplio respaldo social hacia la transición energética y ecológica y el compromiso de sus instituciones gubernamentales para acelerar el proceso de reconversión de sus estructuras productivas y sus conglomerados empresariales que ya desvelan sus primeros efectos directos sobre su economía. Dan Jorgensen, su ministro del Clima, explicaba hace unas fechas en una entrevista a Bloomberg algunos de los elementos neurálgicos que han convertido a su país en la referencia ecológica del planeta. En medio de su “optimismo” por el punto de inflexión que, a su juicio, ha supuesto el año de la Gran Pandemia en la lucha contra el cambio climático. A pesar del calibre de la recesión y de las dudas sobre el inicio del ciclo de negocios post-Covid. O quizás por el acicate que supone salir de la contracción económica global con un cambio de patrón de crecimiento sostenible.

El giro de los acontecimientos que señala Jorgensen lo focaliza en dos puntos de mira: la agenda oficial europea de sostenibilidad y la Administración Biden americana y su compromiso de que EEUU acceda a la neutralidad del carbono también en 2050. Estos dos virajes “han propiciado que ocho de las diez mayores economías del planeta, incluidas China y Japón, hayan restablecido y reajustado sus propósitos y objetivos climáticos hacia un calendario común”. Asunto no baladí porque en 2020, pese a los confinamientos sociales y la hibernación de las economías -recuerda- la temperatura global del planeta ha vuelto a elevarse.   

Dinamarca aborda esta transición como punta de lanza europea e internacional. En un momento en el que -afirma Jorgensen en referencia al road map perfilado por la UE: “Vamos a emplear y gastar miles de millones de euros en la recuperación y la transformación económica de Europa y si lo hacemos de forma inteligente y los invertimos en infraestructuras verdes y de eficiencia energética, algo trascendental va a ocurrir en el combate contra el calentamiento global”. El país nórdico no sólo se ha encaramado a la vanguardia de la sostenibilidad. Ha sido pionero en esta crucial batalla. Dinamarca ya empezó a invertir cantidades extraordinarias en energía eólica en la década de los setenta del siglo pasado. Origen de la conciencia ecologista colectiva danesa a la que su ministro del Clima otorga especial importancia: “Es especialmente trascendental emitir el mensaje de que las sociedades cerradas no nos conducen a ninguna parte ni nos sitúan cerca del consejo científico de recortar drásticamente las emisiones de CO2”. De modo que en los deseos de cambio, el comportamiento social resulta “trascendental”, aunque “no puede ser el único de los estímulos que necesita” este enorme desafío. Se requieren instrumentos financieros. Desde la década de los setenta, las inversiones danesas hacia su segmento eólico han sido capaces de aportar el 40% de su consumo eléctrico nacional y de generar empresas de dimensión mundial. Como Vestas Wind Systems, uno de los mayores fabricantes de turbinas eólicas, u Orsted que se ha hecho con substanciales contratos de desarrollo de parques offshore de esta modalidad de renovables. Orsted, cuya mitad del accionariado corresponde al estado danés, inició su periplo empresarial como productor de petróleo y gas, pero reinventó sus negocios hace una década y, desde entonces, ha logrado una revaloración en el mercado superior al 430%.

La agenda reformista de Copenhague incluye ralentizar paulatinamente la extracción de crudo del Mar del Norte, donde Dinamarca compite con Noruega, hasta su total paralización en 2050 y la construcción de dos islas que albergan parques eólicos de alta tecnología con el propósito último de que su generación eléctrica abastezca la totalidad de su mix energético con energías renovables. Aunque la parte más conservadora de su sociedad civil arremeta contra el gobierno socialdemócrata danés por dirigir la presión fiscal hacia consumidores y empresas para alcanzar un clima favorable a conductas sociales que favorezcan la sostenibilidad. En línea con las voces de instituciones multilaterales como el FMI, que recomiendan utilizar la herramienta impositiva para asentar el salto hacia la economía verde. Castigando fiscalmente el uso de los combustibles fósiles y, muy en especial, la industria del carbón. Las críticas de este estrato electoral también se dirigen hacia la ambiciosa promoción del vehículo eléctrico. Embestidas de las que Jorgensen sale al paso con criterios tecnológicos. La digitalización -dice- es la prueba de fuego definitiva de que los cambios rápidos son posibles. Siempre que los gobiernos no decaigan. Reto para el que hace mención al Ejecutivo francés y su pulso con los chalecos amarillos, cuyas protestas tuvieron como uno de sus focos prioritarios la subida tributaria sobre los combustibles. “La esperanza de Dinamarca es la de convertirse en un modelo a seguir”; pero, entretanto, “hay muchas iniciativas y un trabajo ingente aún por realizar para aproximarse a los objetivos del combate climático”, afirma. Porque si “nuestro plan no resulta y se registran recortes productivos en industrias y empresas, se caería en la tentación de pensar que este cambio de paradigma no es una buena idea”.

La economía verde atraviesa un punto evolutivo trascendental. La Gran Pandemia ha impulsado las inversiones bajo criterios ESG -Environmental, Social and Governance- y las multinacionales modulan a marchas forzadas sus estrategias de neutralidad y eficiencia energética. “Hay señales del entusiasmo inversor y de las ramificaciones que este cambio de patrón de crecimiento está generando en las economías”, explican los expertos del Environmental Perfomance Index (EPI) de la Universidad de Yale, que mide los esfuerzos de 180 países a través de 32 indicadores sobre salud medioambiental y que sitúa a Dinamarca a la cabeza de su ranking. En el que se constata que, pese a las décadas de globalización, las políticas medioambientales nacionales han revelado una enorme divergencia. Un diferencial que guarda relación, entre otras razones, con la riqueza o renta per cápita. Los países escandinavos son los “más consistentes” en la aplicación de planes estratégicos contra el cambio climático. Dinamarca lidera, por ejemplo, los objetivos de recorte de emisiones de CO2, Países Bajos los tratamientos de ahorro de agua, Canadá, la diversidad de los hábitats y Singapur los indicadores de sostenibilidad y de gestión de pesca equilibrada.

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