20 dic 2021

Deuda, digitalización y clima, focos del análisis de los bancos centrales

La deuda global -cuatro veces el PIB del planeta- la de propagación de la digitalización y los efectos del cambio climático han obligado a los bancos centrales a mover ficha.

La longitud de onda de las políticas monetarias se ha ensanchado irremediablemente. Como consecuencia de nuevos factores que han surgido en la escena económico-financiera global. Aunque con tres protagonistas estelares. Por un lado, el rampante endeudamiento mundial, después de dos crisis de alto calado, el credit-crunch de 2008 y la Gran Pandemia de 2020, que han añadido un lastre sin parangón a la losa de la deuda de hogares, empresas -financieras o no- y estados, y que excede en un 335% al tamaño de la economía global. La meteórica Revolución Industrial 4.0, genuinamente digital, y la proliferación de la inversión en criptomonedas, junto al boom del e-commerce y el cambio de hábitos de consumo por los nuevos ecosistemas telemáticos, por otro. Y los daños colaterales asociados a las catástrofes naturales en la actividad económica, en tercer término.

Así lo refleja, cada vez con más contundencia, el consenso del mercado. De esta opinión es Fabrizio Pagani, estratega jefe de Economía Global y Mercados de Capitales de Muzinich, para quien esta triada es el origen de los mayores cambios de confección de las políticas monetarias. Son, a su juicio, los mayores detonantes de transformación de la naturaleza financiera global y están alterando el papel de los bancos centrales en la economía y sus sociedades. De forma más que trascendental, explica. 

En el terreno de la deuda, la semilla ya estaba cultivada. Desde el tsunami financiero de 2008, cuando se incorporaron a la caja de herramientas monetarias de los bancos centrales el análisis de las Quantitative Easing (QE) o, en palabras del entonces presidente de la Fed, Ben Bernanke, “los programas de compra de activos en los mercados abiertos, financiados con las reservas” de estos organismos de supervisión. Y que han vuelto a utilizarse durante la Gran Pandemia. De forma habitual. En especial, por los comités ejecutivos de la Reserva Federal, del BCE, del Banco de Inglaterra (BoE) y del Banco de Japón (BoJ), que han tensionado enormemente sus balances contables. Por ejemplo, la compra de bonos del Eurosistema, a través de sus distintas estrategias de adquisición (APP y PEPP) superaba los 4 billones de dólares al final del pasado mes de abril. Y más del 75% de estas acciones en propiedad del BCE eran bonos soberanos. La cifra, en el ecuador de la pasada primavera, de la Fed superaba los 7,7 billones. Ambos bancos centrales mantienen en ejecución sus QE.

El BCE y la Fed ostentan ahora entre el 25% y el 30% de deuda de sus gobiernos, y el BoJ, más del 40%. Mientras el BCE -recuerda Pagani- presumiblemente mutualizará la deuda emitida para financiar los fondos Next Generation. Y se encuentran ante distintos calendarios y coyunturas para sostener en el tiempo -o, en su defecto, acelerar- los programas de estímulo monetario y la escalada de los tipos de interés; todos, en la órbita industrializada, en algún punto próximo a cero. Pero, a corto, medio y largo plazo, este parámetro va a ser determinante. Entre otras razones, porque la montaña de endeudamiento toma visos insostenibles. Porque, según el Instituto de Finanzas Internacionales (IIF, según sus siglas en inglés), al término de 2020, el montante total ascendía a 281 billones de dólares; el equivalente al 250% del PIB global y más de cuatro veces (un 335%) el tamaño de la economía del planeta.

Gobiernos, compañías y hogares aumentaron sus niveles de endeudamiento en 24 billones de dólares el pasado ejercicio. Es la factura específica de la Gran Pandemia, lo que, en palabras de Emre Tiftik, analista del IIF, “podría generar dificultades añadidas de financiación en 2022”. Sobre todo, porque los déficits de los presupuestos añadirán otros 10 billones más este año a la deuda soberana global.

El segundo de los tres factores de esta trilogía señala al ámbito digital y, más en concreto, explica Pagani, a una radical revolución tecnológica que ha constreñido el dinero físico y el uso de monedas y billetes y que, en consecuencia, ha creado confusión sobre la exacta definición de las transferencias y las carteras digitales, sobre el fenómeno de las criptomonedas y sobre la esperada -y no tan inminente- aparición en escena de las divisas digitales.     

Una taxonomía que intenta clarificar el Banco Internacional de Pagos (BIS, en inglés) y que el experto de Muzinich afirma que “pretende delimitar esencialmente la diferencia entre cripto-activos y CBDC o divisas digitales con membrete oficial de cada autoridad regulatoria”. Pero que, en el fondo, aborda una “realidad más compleja”: tratar de evitar el desarrollo sin control de monedas de índole privada. Como el bitcoin, esencialmente. Y, con ello, “rebajar el riesgo distópico de fragmentación y de multiplicación de la competencia entre divisas”. Pagani cree que la creación de las divisas digitales oficiales y su coexistencia, al menos inicialmente, con las criptomonedas, requiere la apuesta por incorporar la tecnología en el mandato de estabilidad que tienen sus estatutos fundacionales.

Fig. 2 – Central Banks Considering Digital Currencies

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La catástrofe climática también se ha incrustado sin remedio en los diagnósticos de los bancos centrales sobre estabilidad financiera y precios y sobre las normas de regulación y supervisión. El Riksbank de Suecia, el BoE, el BCE y la Fed ya tienen grupos de trabajo específicos sobre una materia, las inclemencias meteorológicas derivadas del calentamiento global, sobre la que tratan de inculcar una mayor conciencia social. En 2017 se creó la red Greening the Financial System (NGFS), en la que operan más de 80 entidades monetarias regulatorias para “fortalecer el papel del sistema financiero en la gestión de riesgos y para la movilización de capital verde con inversiones descarbonizadas para lograr un desarrollo medioambiental sostenible”. Y del que cuelgan un rango triple de actuación: sobre operaciones crediticias, sobre compras de activos y sobre actuaciones colaterales en los mercados de capitales.  

Todo ello, explica el estratega de Muzinich, toca de lleno a los mandatos tradicionales de las autoridades monetarias. O, dicho de otra forma: requiere cambios y la incorporación de instrumentos que hasta ahora no pasan por ser convencionales, pero que ya aparecieron como necesarios durante la crisis financiera de 2008 y han cobrado protagonismo tras la epidemia de Covid-19. “Es el momento de la reconciliación” de los bancos centrales con su tiempo, la hora de “renovar su testamento” y de que sus normas y estatutos asuman nuevos riesgos y desafíos económicos. Como acaba de admitir Michael Hsu, jefe de la Oficina de Controles sobre la Divisa de la Reserva Federal, para quien “el tiempo se evapora” en el combate contra el cambio climático, y “nosotros, los bancos centrales, debemos acelerar en nuestra carrera contrarreloj ante el incremento del número de catástrofes climatológicas extremas que se avecinan”. Antes de alertar a los bancos de Wall Street que el próximo año deben disponer de análisis sobre posibles daños financieros en sus balances por “vulnerabilidades” ante pérdidas de sus redes de infraestructuras o bases de datos y operaciones crediticias en marcha. La Fed ha avanzado que antes de final de año revelará una guía sobre cambio climático cuyos ejecutivos bancarios deberán de instaurar en sus estructuras de negocio.   

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